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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 2)



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Partes: 1, , 3, 4, 5

Conocimiento, tradición y
simonismo

Desde que el hombre es
hombre incluso
el más mísero de entre todos ellos detentaba la
libertad de
saber sin más límite que su propia voluntad, las
capacidades que la naturaleza le
otorgase y la educación que por
suerte tuviera. Incluso en una sociedad
carente de res pública formal, tradicionalmente
el
conocimiento se comparte y pertenece por derecho a todos y
cada uno de los componentes de la sociedad, por tanto, el
más pobre tiene tanto en el ámbito del saber como
el que posee muchas cosas materiales,
así la res publica siempre fue y debe ser, al
menos, conocimiento.
Se han dado casos en algunas sociedades
humanas en que alguno de sus miembros han ocultado conocimientos
a sus congéneres, pero ha sido siempre con la
intención de dominarlos y someterlos para sacar provecho
particular de ello: es el caso de los chamanes, dictadores,
curas, y ahora, los simonitas.

En términos
generales los liberales negarán que el hombre haya
compartido históricamente el saber y, justo al contrario
de lo que digo, afirmarán que en los casos en que el saber
ha circulado libremente ha sido en perjuicio de los intereses de
los autores y al fin de toda la humanidad. Sin duda nos
sacarán a relucir, a falta de cosa mejor, algunos
preceptos y leyes harto
manoseadas como el Statute of Anne, como si aquella ley perteneciera
a la prehistoria y
sirviera como garantía consuetudinaria. Desde luego juzgo
osado presentar como pedegree absoluto de estas leyes la
interpretación interesada de un
título, (que además más tiene que ver con
los intereses recaudatorios del Estado y la
censura religiosa que con la defensa de los derechos de los autores) que
no pasa de ser mera curiosidad para incluir en un juego de
TrivialÒ .

Las breves y casi
escuetas enumeraciones sobre leyes que supuestamente
protegían a los autores y que sistemáticamente nos
hacen sufrir en los manuales de
propiedad
intelectual más que demostrar su rancio abolengo son
exposición de su bastardía y
más les valdría, por evitarnos la vergüenza
ajena, el obviarlas. Lo cierto es que incluso desde su relectura
de la historia poco
pueden encontrar que no sea anecdótico más lejos
del siglo XIX. Es en este siglo donde aparecen, -y como digo,
sólo en Occidente- leyes sobre propiedad
intelectual propiamente dicha y registros de
patentes. Es decir, que se otorga el saber en propiedad
excluyente con el supuesto objetivo de
proteger la idea del autor.

Con algo
más de cien años de historia no podemos decir que
exista un interés
secular de los autores y científicos por impedir la copia
de sus manuscritos o la expresión material de sus ideas, y
menos para que el Estado
legislara en tal sentido: al autor le ha interesado la
búsqueda de la verdad y la divulgación de tal
verdad por encima de cualquier otra consideración;
cuestión que por más que se la expliquemos a un
burgués no conseguirá comprender jamás.
Tradicionalmente, el avance cultural del hombre se ha producido
sobre este interés y no sobre intereses
materiales.

Después de
catapultar hacia nuestras posiciones su recurrido Statute of
Anne
y otros proyectiles de tan difuso calibre
consuetudinario, y cerciorarse que ni siquiera son capaces de
alcanzar nuestra fachada argumentativa, probarán con una
especulación algo más seria, la utilitarista: los
autores deben ser protegidos, pues sus derechos como trabajadores
no son respetados si no existe la propiedad intelectual. Les
debemos preguntar: ¿La protección de los autores,
como trabajadores, se puede efectuar de otra forma más
justa que la propuesta por los liberales como adjudicación
de una supuesta propiedad exclusiva del saber desarrollado? No
deja de parecerme curioso que sean estos hombres amantes de la
libertad absoluta del mercado de
súbito se tornen tan pródigos con los trabajadores
científicos, artistas y similares postulando monopolios
interminables. Tal proceder, desprendido incluso, provoca una
razonable desconfianza llegando de quien llega. ¿Por
qué legislar para que el desarrollo de
un saber sea premiado con un monopolio de
tal suerte que además suponga la conservación
íntegra de la propiedad y del derecho exclusivo de
materialización de ese saber que nos permita dejar de
trabajar en medida proporcional a la dimensión de la
prerrogativa? ¿Por la sencilla razón de que
necesitamos premiar al sabio y se nos ha ocurrido tal
fórmula, y porque tal fórmula se puede llevar a la
práctica de forma tan sencilla como irreflexiva?
¿No existe alternativa? ¿La propiedad sobre el
alma o nada?
Pues sí, plantearla como única solución
universal es la razón que sostiene tales derechos.
Cualquier alternativa viable la desarma.

Debemos
soñar una sociedad donde el valor del
objeto del conocimiento no resida en la imposibilidad de que
nadie pueda imitar con el mismo saber el objeto, es decir, un
valor monopolístico material, sino en el saber
hacer
y la vitalidad que cada individuo sea
capaz de transmitir al objeto, objeto que debe ser juzgado desde
un criterio de uso y no de beneficio, justo lo contrario a lo que
ocurre ahora tal y como nos aseguraba Marx y nos
recordaba Albert
Einstein,: "La producción (capitalista) está
orientada hacia el beneficio, no hacia el uso."
La propuesta
fundamentada en el valor de uso nos asegura que la venerada
liberal-competencia de
los mercados se
produzca entre hombres libres de saber y que la virtud de querer
saber, la habilidad, la experiencia y el interés de
alcanzar la perfección en cada una de las ocasiones sea la
garantía de la felicidad y no la eliminación de la
posible competencia que haga innecesarios mayores esfuerzos. No
se trata de subsistir por el beneficio que me aporta el que
tú no puedas cantar mi canción sino por el
beneficio que obtengo cada vez que la canto mejor que tú.
Entonces, compiten de nuevo los hombres en igualdad de
condiciones lo que obliga a desarrollar las habilidades
individuales y a ejecutar con suma perfección cada uno de
los objetos o servicios que
producimos. El trabajo
recupera su valor como herramienta que dignifica al ser humano:
sería un trabajo que
lejos de alienar nos engrandecería como personas, pues
cada uno materializa el saber como le venga en gana y de acuerdo
a sus capacidades naturales, sus capacidades adquiridas, su
actitud, etc.
Se recupera la cotidianidad de la creación hija del
trabajo ya que nos podemos apoyar en todo lo conocido para crear
cosas, servicios y conocimientos nuevos. (Y fíjense que
hablo como si fuera liberal.)

Este tipo de
competencia sería más enriquecedora para la
sociedad y para cada uno de los seres que la componen ya que la
competencia se producirá desde la libertad del
espíritu. El enemigo es creado por el mercado para que el
propio mercado funcione en su brutal asignación de unos
beneficios que se hacen menores para el conjunto de la sociedad,
amen de las indiscutibles y enormes perdidas que se producen en
tal proceso de
distribución de la licencias de utilidad. En la
situación que propondré no será necesaria la
figura de la propiedad intelectual; según esta propuesta,
que iré perfilando poco a poco, los hombres podrían
vivir de su trabajo sin ser necesario expropiar a nadie de su
derecho a saber y de su libertad de materializar lo que sepa como
mejor pueda de acuerdo a su saber hacer. Los inalienables
derechos del trabajador intelectual deben ser respetados, sin
duda, pero nada nos indica que el camino adecuado sea el de
expropiar al resto de los hombres de la sustancia de su
espíritu ni negarles la utilidad de esa
sustancia.

Y un inciso,
teniendo en cuenta la importancia que detentan en nuestra
sociedad debo hacer referencia especial a los productos
industriales de consumo: esos
que van unidos a un saber patentado, -supuesta propiedad sobre lo
abstracto que automáticamente supone monopolio sobre lo
tangible-. Podemos asegurar que con estas leyes se intenta
prestarles el carácter de inimitables a obras que de tan
vulgares cualquiera que disponga de capital y
saber hacer suficientes puede reproducirlas. Sólo
lo impide una Ley. El hombre no aporta valor distintivo alguno al
objeto particular. Es la máquina y el hombre laminado que
repetitivamente moldea una realidad que toma valor por ley, a
fuerza de ley,
pues situado el objeto en el mercado liberal en libre
competencia, en sí mismo, valdría mucho menos.
Así, la inmensa mayoría de las plusvalías le
son otorgadas por Ley y se llaman plusvalías
monopolísticas. Ya sé que gracias al conocimiento
-y no a la propiedad intelectual- podemos llevar un reloj de
pulsera muchos de nosotros, pero mi intención no es que se
dejen de fabricar relojes en línea sino que se pague por
ellos exactamente lo que valen como objetos con número de
serie, pues lo que es un absurdo es que lo sean y nos sean
cobrados como objetos únicos, irrepetibles, y todo porque
una ley otorga al que desarrolla un conocimiento noventa
años y un día de monopolio sobre su
expresión material. Lo paradójico es que tales
propuestas vengan embutidas en un traje de sastre confeccionado
artesanalmente a su gusto y medida. Un simonita y su traje
único como expresión sui generis que una
persona ha
sabido concretar desde el conocimiento universal: así les
gusta. Y no se encuentran tan equivocados en esto, sino porque
persiguiéndolo ellos se lo niegan a los
demás.

Quizá la
solución resida no en la posesión de bienes sino en
su disfrute, en la capacidad humana de disfrutar los bienes: en
ese caso sobre todo sería valorada la calidad
humana
del objeto antes que la cantidad y por supuesto la
posibilidad de que esto bienes nos sean útiles. (Como
hemos podido comprobar la propiedad intelectual produce
justamente lo contrario a lo que el sentido común
aconseja, yendo al punto en que la utilidad de una riqueza
existente es anulada para que el comercio de
licencias de esa misma utilidad, ya rarificada, genere beneficios
en el mercado.) Esto limitaría la necesidad porque lo
útil tiene un límite próximo; sin embargo la
necesidad de poseer en exclusiva no. Un objeto fabricado por un
artesano detenta un valor porque a fuerza de crearlo deja una
parte de sí mismo sobre el objeto, -es aquella
expresión material de un saber hija de su saber
hacer-,
ese valor humano barniza lo material y las personas
lo aprecian y deja de ser una cosa cualquiera para ser el objeto
concreto
distinto de cualquier otro del universo que se
adapta exactamente a mis necesidades. En este punto creo
conveniente preguntar: ¿Acaso no es posible que la
alternativa a la sociedad orientada al acaparamiento de riqueza a
través del intercambio infinito que ancla al hombre en lo
material sea otra sociedad orientada al uso que libere al hombre
de lo material? Esta propuesta de recuperar la obra del hombre
como valor singular será recogida con cierta desconfianza
por los liberales, -¿de vuelta a los gremios?-
dirán, pero no tiene nada que ver con esto y ellos lo
saben y yo adelanto que sé que lo saben: se trata de que
cada hombre compita con su saber hacer. Que cada uno sea
libre de trabajar como mejor sepa. ¿Esta propuesta no es
netamente liberal tanto como socialista?

Pero los
simonitas, encarnados en fuerzas económicas apoyadas por
Instituciones
estatales y supranacionales, desean alterar las normas
establecidas secularmente en la sociedad para dirigir en su
propio beneficio un muy limitado derecho de expresión de
los conocimientos marchando sobre las bases del sistema de
mercado capitalista. Esta alteración, tal y como sostengo,
persigue el provecho de unos pocos. Pero, ¿podemos
realmente identificar algunos de esos agentes sociales?
¿Quiénes son y qué esperan obtener
concretamente de toda esta revolución?

Anthony Wayne,
Secretario de Estado adjunto para Asuntos Económicos y
Comerciales de EEUU, declaró el 23 de abril de 2002 ante
la Comisión de Asignaciones de la Cámara de
Representantes de Estados Unidos
que "La protección de los derechos de propiedad
intelectual es esencial para el éxito
económico permanente de Estados Unidos. Una creciente
cantidad de socios comerciales de Estados Unidos"

añadió, "comienza a comprender que su
crecimiento y desarrollo futuro dependen de una
participación activa en la economía
mundial basada en los conocimientos. Y esta
participación es difícilmente posible sin la
adecuada protección de los derechos de propiedad
intelectual
."

Estas fuerzas
tienen claro que existe una diferencia entre la economía tradicional
basada en productos y servicios concretos y la nueva basada en
los conocimientos que se desea imponer. La economía del
siglo XXI no se quiere fundamentar en un mercado donde se
comercie con la propiedad de productos tangibles o en la
prestación de servicios concretos necesitados de fuerza de
trabajo o bien en la aportación de mayores fuerzas
inversoras para aumentar la producción. E insitos en que
"no se quiere" porque se modifica activamente el mercado
tradicional y se propone una nueva economía, una nueva
forma de relacionarse en los mercados donde el conocimiento
tendrá un papel central no como factor de
producción inseparable del saber hacer de cada ser
humano sino como producto en
sí. La sociedad de la información "basa su
actividad en la consideración de la información como un bien con valor
económicamente evaluable, susceptible de constituir objeto
de negocios".

Ya lo advertía en ese mismo sentido el dr. Kamil Idris,
Director general de la
Organización Mundial de la Propiedad intelectual,
cuando afirmaba que "las actividades que llevó a cabo
la Organización durante el año 2000,
reflejan los importantes cambios que ha supuesto la nueva
economía del siglo XXI, una economía basada en los
conocimientos."
En la Ley 43/1994 de la legislación
española, donde se incorporó la Directiva 92/100 de
la CEE referente a los derechos de
autor, se dice a modo de exposición de motivos que
"el desarrollo
económico y cultural de los países depende hoy,
en gran parte, de la protección que se otorgue por el
ordenamiento jurídico a las obras literarias,
artísticas o científicas a través de los
derechos de propiedad intelectual."

El saber
público se transmuta en saber privado y a él se
accede previo paso por caja, quien tenga la suerte de disponer de
recursos
suficientes. La revolución simonita es, como
afirmo, esencialmente mercantil pero producirá una
revolución social sin precedentes. A esta nueva sociedad
sería más correcto denominarla valga la crudeza,
"sociedad del desconocimiento" o "de la ignorancia", hija de las
fuerzas imbéciles del mercado, tal y como las
conocía Pierre Bourdieau, pues vistas las crecientes
trabas a la circulación y libre materialización del
conocimiento existente, la forma positiva se me antoja
grotesca.

Dos cuestiones:
primera, el mundo debe tomarse muy en serio las palabras de
Anthony Wayne. Para subirse al tren del crecimiento
económico y seguir el rumbo marcado por EEUU es
imprescindible aceptar las reglas del nuevo juego
económico o, de lo contrario, quedarse fuera, algo que,
sin embargo, resulta imposible desde el momento en que las
políticas emprendidas por EEUU son
extremadamente agresivas; no se limitan a aconsejar el
acatamiento de la propiedad intelectual, sino que dejan a los
Estados la libertad de elegir entre respetarla o sufrir variadas
sanciones económicas.

De la misma forma
se desea imponer mediante la coacción la observancia de
los contenidos normativos de tal institución a todos los
ciudadanos residan donde residan: todos sufrimos la violencia del
"gran hermano" de los programas
informáticos, las injuriosas advertencias del comisario
político que nos ofende en nuestro propio hogar al
comenzar cualquier película, la continua agresión
desde los medios de
comunicación de masas conceptuando de piratas a
quienes osen prestar un cd de música o un
videojuego. Sentimos terror al expresarnos por si la idea
expresada ya es propiedad de alguien. La coacción y la
brutalidad legal son evidentes para cualquier
ciudadano.

En segundo lugar,
se pone demasiado énfasis no en defender el derecho del
autor, sino más bien el derecho de
propiedad intelectual, es decir, que si bien el fundamento
primero que se esgrime es la protección del autor, lo que
realmente se desea es proteger los intereses económicos de
los propietarios del conocimiento. Como nos dice Hervé Le
Crosnier, "El público crédulo cree defender a
Flaubert o al cantante desconocido, pero se ve embarcado en el
intento de "financiarizar" la cultura
emprendida por Microsoft,
Elsevier, Vivendi Universal y compañía".
En
este sentido la propiedad intelectual genera una nueva realidad
para el ser humano. Se desea un nuevo derecho donde sustentar una
nueva economía que posibilite un desarrollo
económico nuevo, artificial y, como veremos, injusto con
aquellos que no participan de estas actividades intelectuales,
artísticas o científicas, o que sencillamente no
poseen propiedad sobre saber alguno patentable e incluso con los
trabajadores del saber, pues éstos serán
expropiados de sus ideas a cambio de un
salario
tradicional. "En la actual economía de los
conocimientos, los activos de
propiedad intelectual son la divisa más fuerte",
nos
dice Idris, y Pierre Lévy sentencia:
"las empresas de la
llamada “nueva economía'' obtienen la mayoría de
sus rentas de servicios intelectuales, copyrights, licencias y
patentes".
Sólo debemos esperar a que el porcentaje de
producto bruto de estas empresas sobre el total mundial se vaya
incrementando para que podamos contemplar el alcance de lo que
digo. Pero no lo olvidemos, mientras tanto, ellos van
consiguiendo lo que quieren: hacer de las ideas fundamento de sus
monopolios.

La resistance

En el siglo XXI se
producirán importantes conflictos
entre el liberalismo,
que defiende la posibilidad de que el saber sea propiedad
particular -la propiedad intelectual-, y el socialismo que,
tomando paulatinamente posiciones al respecto, negará tal
posibilidad y defenderá la propiedad universal del saber a
la par que reconocerá el derecho de los sabios a cobrar
por su trabajo. No obstante, los liberales llevan ventaja: su
fórmula fundamentada en otorgar la supuesta propiedad
sobre el saber como compensación a quien lo desarrolla, a
pesar de su novedad, se encuentra bastante extendida como norma
positiva en los países occidentales.

Tal
extensión se sitúa muy por delante de su
aceptación pública pero es indudable que la
maquinaría mediática liberal trabaja sin descanso
para legitimar la nueva propiedad privada y para que la ciudadanía la adopte como cierta. Mientras,
el socialismo se mira el ombligo incapaz de reconocer su
importante papel en esta controversia, sin acertar con una
propuesta alternativa. Por eso, en principio, después de
sopesar la posibilidad de evitar el definirme, he decidido hacer
justo lo contrario y así lo he dicho: alguien tiene que
dar el primer paso. No se trata de excitar una nueva
polémica sino de declarar la que de facto ya
existe.

El objeto de este
ensayo es,
entre otros, inducir la unificación de la
resistance bajo un criterio universal que sin duda encaja
en el eje derechas-izquierdas. (Por más que Richard
Stallman, prudentemente, niegue el color de estas
leyes con la sana intención de no provocar reacciones
preencuadradas en su contra, color tienen, y todos sabemos
cual.)

El movimiento
actual se encuentra dividido, cada cual protestando éste o
aquél artículo de la Ley, pero sin conexión
alguna entre ellos, provocando su propia disipación a
falta de un ideario claro, conciso y contundente. No es la
patente sobre el software, el derecho de
encriptación del código
de los programas, el canon por copia privada o el canon de los
CD,s lo que provoca en sí el movimiento, sino el motivo de
su desmembramiento. Todos se indignan ante un tipo de injusticia
que permanece latente, y llegado el momento, cada cual se centra
en aquella parcela que más le afecta, sin alzar la vista,
analizar el panorama general y comprender que sólo existe
un camino: luchar juntos para derogar, desde el primero hasta el
último, los derechos de propiedad intelectual. Los pocos
que con un mínimo de organización se dirigen
explícitamente contra ella caen en un error que, por ende,
perjudica a todos los grupos por igual:
en primer lugar plantean la suspensión de la propiedad
privada sobre las ideas, pero no presentan opción alguna
para recompensar el trabajo de los intelectuales. Enorme error.
Enfrentarse sin opciones es perder de antemano. La
contestación desde la filas simonitas siempre es la misma:
si suspendemos la propiedad, ¿cómo van a vivir los
sabios?, ¿por qué razón invertirá
nadie en desarrollar conocimientos?

En segundo lugar,
otros, por ejemplo el movimiento GNU, presentan un frente de
batalla más moderado y racional. Si bien comprenden que no
se puede dejar sin recompensa al sabio en pro de la libertad
creativa y buscan un justo equilibrio
entre ambos derechos, lo hacen desde un generalizado y ambiguo
reconocimiento del derecho de propiedad sobre las ideas.
Aquí se encuentra el error: una vez aceptado tal derecho
la batalla está perdida. No es una alternativa al modelo sino
una versión del modelo. Si algo consiguen, a parte de
algunas manifestaciones prácticas muy loables que deben
ser reconocidas, es reforzar los cimientos de la propiedad
intelectual. Como aquella tercera vía nos dejan sin
aliento, por muy buena voluntad que desplieguen en sus
planteamientos. Al fin, estos no son los caminos sino los que se
pretenden en este ensayo. Tratamos una cuestión que hunde
sus raíces en cosmovisiones sociales y políticas:
si las obviamos, hundiendo la cabeza en la tierra como
tiene costumbre el avestruz, no encontraremos la solución
y sí rompernos el pico contra esas mismas raíces.
Frente a un liberalismo que ha evolucionado adaptándose a
la sociedad del conocimiento con la intención de obtener
el mejor provecho para el capital se debe situar un socialismo
moderno, capaz de contestar con ayuda de las cosmovisiones y
herramientas
que le son propias y frenar la revolución
simonita.

Derrotar el
simonismo supone re-socializar el conocimiento humano, devolver a
sus dueños la propiedad privatizada, recuperar para todos
la libertad de aprender, pensar y trabajar desde todo
conocimiento que seamos capaces de aprender por cualquier camino
y sin más limitación que el respeto a las
rentas del trabajo de los sabios. Aquí se recupera el
socialismo que nos brinda una nueva base, su base, desde la cual
negociar con los liberales. Visto el cariz que toman las cosas,
los ciudadanos se situarán según sus principios y
preferencias políticas a uno u otro lado pero nadie
quedará indiferente al debate
político porque todos sufriremos sus
resultados.

Por desgracia,
creo que los partidos de izquierda tardarán demasiado en
reaccionar. Poco o nada esperemos de ellos y, por tanto, tampoco
los esperemos a ellos: la premura, como ya he dicho en la
introducción, es un elemento importante a
tener en cuenta en este caso, y sólo los movimientos
sociales disponen de las características necesarias como
agentes de cambio para reaccionar con inmediatez.

¿La revolución
hermética? Tendencia actual de las Ciencias
Sociales

Dentro del
ámbito de las Ciencias
Sociales –y, en particular, en la Sociología– se ha instituido la tendencia
al estudio de las herramientas utilizadas en los procesos
informacionales (ya sean herramientas para facilitar su
desarrollo, su expresión, o su comunicación); y el olvido de la norma que
prescribe la inédita conceptualización del saber
como objeto del mercado.

Me viene a
la memoria
aquel astrónomo anciano que se dolía de la larga
distancia a la que se encontraban las estrellas y que alegremente
hubiera dado su vida por tenerlas a tan sólo un par de
años luz y así
poder conocer
sus secretos: los sociólogos actuales indagan en las
entrañas de la sociedad intentando dilucidar los motivos,
las formas y la soluciones de
las nuevas asimetrías de la sociedad del conocimiento
pasando por alto lo que tienen más cerca y de mayor
importancia. Por desgracia, aquel estudioso de la mecánica celeste se murió sin
percatarse de que tenía el Sol a tan
sólo ocho minutos luz. ¿Nos ocurrirá a
nosotros lo mismo? El astro de la propiedad intelectual es tan
brillante, tan cercano que nadie repara en él. Ocurren
muchas cosas nuevas en la sociedad y se quieren explicar desde el
análisis de las herramientas y del estado
de la técnica y la tecnología. La mera
herramienta se deifica por los sociólogos impelidos
así por la misma necesidad de explicación holista a
elevar a la categoría de constructores de la rutilante
sociedad del conocimiento a un modernísimo
montón de cacharros compuestos de hilos, resistencias y
transistores.
Parece evidente que la técnica se orienta al mercado del
saber, pero ¿es ella quién establece ese nuevo
mercado? No, es la propiedad intelectual. La técnica,
guste o no, no se orienta al tratamiento de todos los
conocimientos, sino

sólo de los
conocimientos rentables. Si analizamos con detenimiento el
panorama social, resulta fácil comprobar que la
técnica se encuentra en tercer lugar en el orden de
importancia de los elementos que influirán en la
conformación de las nuevas relaciones de
producción, cuya parrilla de salida formada por los
primeros competidores queda ordenada de la siguiente
forma:

1º Las
regalías otorgadas a la propiedad intelectual. (Nueva
forma de producción: la nueva fábrica simonita que
genera más o menos beneficios dependiendo de su contenido
prescriptivo).

2º El estado
del conocimiento cosificado (nueva mercancía para el
mercado.)

3º El estado
de la técnica y de la tecnología
de la información, (herramienta orientada a catalizar
todos los procesos que existan empeñados en la comercialización del conocimiento
reificado).

El mercado no es
nuevo, la técnica y la tecnología de la
información tampoco, y ni siquiera es tan impresionante su
avance (al fin y al cabo, parece que ha dejado una impronta
revolucionaria mucho más profunda el telégrafo, si
lo comparamos con el sistema de correo tradicional, que el
correo
electrónico con el telégrafo, y ya no digamos
la imprenta con
la impresora
láser,
la pluma de oca con los tratamientos de textos, etc).

Sin querer
desmerecer el peso de estas cuestiones, si existe algo
evidentemente nuevo esto es la propiedad intelectual y el
resultado que de ella extraemos es que el conocimiento ha sido
empaquetado en porciones para su espasmódica
instrumentalización mediante una tecnología
cautiva. Si nos empeñamos en no calificar como
revolucionaria tal institución, deberíamos,
entonces, redefinir lo revolucionario. No obstante, y por
más que parezca evidente lo que acabo de exponer, hay
sociólogos de enorme prestigio –y que han invertido
su vida en el estudio de la sociedad de la información a
partir de la influencia de la tecnología- que opinan justo
lo contrario a lo que yo planteo; Manuel Castell, por ejemplo,
afirma: "lo que caracteriza a la revolución actual no
es el carácter central del conocimiento y la
información, sino la aplicación de ese conocimiento
e información a aparatos de generación de
conocimiento y procesamiento de la
información/comunicación, en un círculo de
retroalimentación acumulativo entre
innovación y sus usos".
En este punto
ya no nos parece tan cómico el despiste del sabio
astrónomo: lo que caracteriza la revolución actual
es, precisamente, el carácter central del conocimiento al
convertirse en objeto reificado, en mercancía no ya de
aquel intercambio propio del mercado tradicional, sino de la
nueva relación que se produce en los mercados simonitas
gracias a la propiedad intelectual y que redefine a los actores
participantes: el productor, el propietario, el vendedor, el
comprador de la mercancía. De todos ellos se
conservará la etiqueta para facilitar la
asimilación pero las funciones
serán bien distintas. En el estudio de la nueva
Institución y del nuevo escenario, relaciones y actores
que produce se esconde la clave de la sociedad
simonita.

Si observamos la
modificación tanto de los hábitos y formas de vida
cotidiana de las personas como de las formas y relaciones de
producción inducidas directamente por el estado de la
tecnología, la sociedad de comienzos del siglo XXI, la que
acompaña a esa modernización tecnológica,
es, en mi opinión, infinitamente más parecida a la
del siglo XX que la del XVIII a la del XVII; pero si tenemos en
cuenta los siguientes índices dinámicos:

1º.- El
progresivo abandono de los mercados tradicionales.

2º.- La
imparable ampliación de las regalías otorgadas a la
propiedad intelectual.

3º.- El
volumen
creciente de saber reificado.

4º.- La
reorientación de una parte importante de los esfuerzos
técnicos para potenciar y perfeccionar las estructuras
tecnológicas físicas y los procesos informacionales
que sirven como escenario de la nueva relación
mercantil.

5º.- La
reorientación de casi toda la actividad espiritual de las
personas hacia el aparente consumo y producción de saber
mercantilizable…

…es
inevitable aceptar que nos encontramos, sin duda alguna, en el
camino hacia una ruptura realmente profunda con el pasado
reciente. En suma, la revolución teconológica no es
tan importante como queremos imaginar. Al fin y al cabo, supone
un mero adelanto tecnológico lineal sobre lo ya existente
y no una ruptura total con lo anterior que implique unas nuevas
relaciones de producción más allá de esa
misma evolución lineal: las diferencias son de
grado y no de cualidad. Se trata de un cambio en la sociedad y no
de un cambio de sociedad. Además, la supuesta
revolución ha finalizado su fase más
virulenta, ese periodo de tiempo en que
las incontables innovaciones tecnológicas sobre los mismos
conceptos prácticos nos hacían pensar en que
construíamos una sociedad nueva.

No obstante, la
revolución acontece, sólo que en lugares bien
distintos aunque, como digo, cercanos y evidentes. Pero parece
que tal acaecer pasa desapercibido para casi todo el cuerpo
científico, de ahí que la intención del
presente capítulo sea llamar la atención de los sociólogos para que
dejen de contemplar la propiedad intelectual como una mera norma
ajena a su disciplina y
sí, en cambio, la observen como una institución que
en sí es un nuevo sistema de producción que supera
al modo de producción capitalista. "…Nuestras
sociedades, cada vez más orientadas hacia la propiedad
intelectual
", desplegarán en su interior relaciones y
estructuras que producirán conflictos inéditos
entre las clases
sociales que resulten del cambio, conflictos que de hecho ya
comienzan a manifestarse pero que nadie se molesta en describir
ni en explicar. Lo bueno -si algo bueno hay en todo esto- es que
lo peor se encuentra por llegar, y que en cierto modo, las
consecuencias del simonismo son predecibles y subsanables
desde la experiencia acumulada por la Sociología en el
estudio científico de la sociedad capitalista, al menos
esa es la esperanza que me empeño en no perder.

Se le presenta a
la Sociología una oportunidad única para demostrar
su capacidad de previsión y para cumplir con su
obligación de servir al bien común explicando, y no
sólo describiendo, las tendencias. ¿La
Sociología, habida cuenta su abolengo, será capaz
de describir tanto las causas y efectos de la propiedad
intelectual como las alternativas? ¿Nos ayudará a
tomar la decisión acertada diferenciando y explicitando
ante nuestro entendimiento lo que es, lo que no es y cuales son
las posibilidades de elección que podemos
barajar?

El conocimiento
del sistema cambia el sistema y si este ensayo consigue que la
Sociología despierte de su letargo, aunque sólo sea
un modesto despertar, habrá valido la pena, pues a
seguro que una
vez en marcha será imparable: encontrará las
fórmulas necesarias para impedir los peores efectos de la
revolución simonita desarmándola con su
explicación y predicción, tal y como Marx
desarmó los peores efectos del capitalismo
con su explicación. Si no, ¿se acomodará a
su papel de legitimadora del estado de las cosas?

Debemos recordar
que el mismo Marx, Compte, Durkheim o
Weber, entre
muchos otros, desarrollaron la sociología impresionados
por los acontecimientos y cambios que en ese momento se
producían en la sociedad Occidental. Para ellos era tan
poco normal el modo de producción capitalista como para
nosotros la propiedad intelectual. La ventaja estriba en que en
este momento la Sociología existe como disciplina
científica más o menos desarrollada; la desventaja
en que esta revolución es mucho menos vistosa, aunque de
mayor alcance y sacuda hasta los mismos cimientos de la sociedad
humana. ¿Se contentará con radiar el desfile de los
hechos positivos desde la aséptica tribuna de una ciencia
amordazada por lo fáctico? ¿Contribuirá con
su esfuerzo a convencernos de que la realidad coincide
exactamente con lo posible? ¿Sumará su voz al coro
simonita?

De la mentalidad a la
institución

"…los
sistemas
más sólidos parecen ser los de democracias ricas y
establecidas. Sus éxitos radican no en gobiernos fuertes
sino en gobiernos enfocados en la protección de la
propiedad y en el uso que los individuos le dan a esa propiedad
en el comercio".

¿De
dónde surge la necesidad de imponer la propiedad
intelectual? (Seamos conscientes de que en este momento no
demando la presentación de los archiconocidos argumentos
con los que sus partidarios intenta justificar esta
institución, sino la fuerza más significativa,
entre muchas, que la anima.) Este tipo de leyes tiene su aliento
creador en la visión que del mundo tienen los liberales y
su ansia de ser libres poseyendo, privatizando, mercantilizando.
"Libertad y derechos de propiedad son equivalentes", nos
asegura Capella. Y cuando los liberales hablan de propiedad
siempre se refieren a propiedad privada, a una posesión
excluyente: es mío y sólo mío sino no, no
soy libre. Pero si esta propuesta se nos antoja en todo caso
insólita, si nos situamos en los ámbitos del
conocimiento pierde todo sentido. Cuando un conocimiento es
tenido por muchos es difícil justificar que
sólo sea poseído por unos pocos, pues siendo
la tenencia insoslayable e inevitable, la supuesta
propiedad excluyente es la negación de un hecho por mera
disposición de ley: se intenta reducir los ámbitos
de la libertad de poseer nuestros pensamientos en pro de la
libertad de unos pocos que serán los nuevos
propietarios.

No deja de ser
paradójico que quienes confunden la libertad con el
derecho de propiedad acepten que sus pensamientos no les
pertenezcan, cuando al hombre para ser libre le basta, en gran
medida, con ser amo de su propia alma. ¿Por qué
proponer tal paradoja? Contestaré con otra pregunta:
¿A que no somos capaces de imaginar quienes serán
los dueños de la nueva propiedad privada?

Además, y
ahora desde una visión pragmática, creo que
incurren en un error de bulto, pues poseer en exclusiva no se
contrapone a poseer en comunidad sino a
un carecer absoluto. Los conocimientos se poseen en comunidad si
reconocemos que el conjunto de todos ellos, la cultura, se
construye entre todos.

Desde la misma
definición liberal de libertad se cae en el absurdo al
ignorar esta verdad incontestable y legislar como si lo cierto
fuera justamente lo contrario, pues para ellos lo poseído
por todos no aumenta la libertad. No existe término medio.
Pero, ¿por qué esta inveterada necesidad de
exclusividad? Es sencillo: si no tratamos de propiedad exclusiva
no se puede comerciar con los objetos. ¿Para qué,
si no, comprar y vender lo que ya es de todos? Lo que anhela la
psicología
liberal no es, por tanto, tener conocimientos por el amor al
conocimiento -si así fuera los liberales serían
grandes sabios y no grandes comerciantes-, sino apropiarse en
exclusiva de ellos, aun sin tenerlos, para comerciar y
hacerse dueños por una vía monopolística de
mayor cantidad de bienes materiales que, al fin y al cabo, son
los que idolatran y aprecian en y por su misma
esencia.

Lo cierto es que,
en un marco más amplio, sentirse libre sólo cuando
la propiedad es exclusiva disuelve toda posible esperanza de un
mundo donde no se contemple como competidores al resto de los
mortales. Las cualidades de la libertad han sido sustituidas por
una cuantificación, traducidas a moneda corriente,
certificándose así la unión indisoluble e
indistinta de la persona y lo poseído que define la yoidad
liberal burguesa, hasta el punto de que un ser humano no se
reconoce sin sus posesiones exclusivas.

Parodiando un
principio orteguiano, ya no es el hombre y sus circunstancias,
sino el hombre y sus propiedades. Desde esta nueva
concepción del ser humano, que hace añicos los
fundamentos sobre los cuales los ilustrados reconstruyeron la
libertad, se vuelve absurda cualquier batalla por magnificar las
dimensiones de la libertad de todos los hombres. Ya no es posible
una libertad para la humanidad, sino una libertad para un hombre
en primera persona -yo mismo-, pues el juego propuesto conlleva
invariablemente un resultado de suma cero: lo que no sea
poseído por mí lo será por otros.

Mi libertad se
reduce desde que aumenta la de los demás y, por tanto, si
deseo ser más libre, mi obrar debe orientarse a restringir
la libertad del prójimo: la libertad se convierte en un
bien limitado, escaso incluso y como tal en objeto de
intercambio, de comercio. Ya no es cuestión que
ataña a los hombres, sino a las cosas. Se confunde la cosa
poseída con la libertad y el tablero social representado
por todas aquellas relaciones que los hombres puedan construir
entre sí se simplifica, quedando un lacónico
esqueleto económico. La suerte la decide, no ya los
jugadores, sino ese mismo tablero que ahoga la subjetividad
moral del
individuo en cuadrículas tan perfectas como
asépticas. Las relaciones
humanas se tornan estructuras, pues carecen de sentido para
el mismo hombre y sólo sirven al sostenimiento de
sí mismas, con independencia
del ser. Al mercado no le importa a quién termine
perteneciendo el mundo, es una institución amoral que
otorga esa libertad de poseer en exclusiva en función de
la fuerza bruta de cada uno, y no reconoce, desde luego,
derechos ni al débil, ni al menesteroso. El mercado ni
siquiera sabe de su existencia. El poder sobre el destino de los
hombres es entregado al mercado por los liberales que aman sus
posesiones y, en consecuencia, todas "sus leyes son siempre
útiles a los poseedores y perjudiciales a quienes no
poseen nada".

Lo cierto es que
no queda casi nada material que no sea propiedad exclusiva de
alguien. Es necesario abrir nuevas vías para hacerse con
una mayor porción de la libertad total. El deseo de ser
libre poseyendo en exclusiva pesa enormemente y fuerza al
individuo a buscar nuevos caminos, nuevas fórmulas
imaginativas e incluso imaginarias –como la propiedad
intelectual- para aumentar sus posesiones.

Ya Adam Smith nos
ponía sobre aviso sobre la naturaleza de los capitalistas:
"Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación
comercial que provenga de esta categoría de personas debe
ser siempre considerada con la máxima precaución, y
no debe ser adoptada sino después de un estudio prolongado
y minucioso, desarrollado no sólo con la atención
más especial sino con el máximo recelo y
desconfianza. Porqué provendrá de una clase de
Hombres cuyos intereses nunca coinciden con lo intereses de la
Sociedad y que guardan siempre una propensión a
engañar e incluso oprimir a la Comunidad, como ha sido
desde el principio de los tiempos."

Y espero que
alguien no sea tan ingenuo que piense que este estado de cosas
relativas al conocimiento no se produce por la presión
ejercida por intereses capitalistas, que no son sino la
expresión pragmática de aquella mentalidad. Como
muchas otras grandes ideas que rentan enormes fortunas a sus
poseedores, la propiedad intelectual nace de la
casualidad: me imagino a un diligente capitalista
decimonónico, circunspecto y meditabundo, sobre la mesa de
su despacho, y, como tocado por la gracia divina, encontrar la
piedra filosofal. La propiedad intelectual es producto de la
acción
social de una clase dirigente, acción social tal y como la
comprende la sociología weberiana: consciente,
intencional, dotada en primera instancia de un evidente sentido
práctico pero que esconde, en su interior, un sentido
subjetivo que no pasa desapercibido para todos y cada uno de los
individuos que actúan. Si bien es cierto (por otro lado, y
para dar satisfacción a Weber en su justa medida) que las
consecuencias imprevistas de tal acción van mucho
más allá de las intenciones. Debemos comprender la
sociedad, a estos efectos, como un plano inclinado de superficie
irregular y en aleatorio movimiento, donde los equilibrios
siempre son precarios, en muchos casos inextricables, y las
consecuencias de cualquier acción difícilmente
previsibles. Sin dejar de ser cierto que la efectividad de esas
acciones
conscientes –incluso en su dimensión de singulares-
sea grande a la hora de alcanzar los objetivos
racionales propuestos. En resumen: por más que en muchos
casos los actores sociales alcancen felizmente sus objetivos
transformando la sociedad a su gusto e interés, tal
transformación suele ir mucho más allá de
las intenciones, control e incluso
imaginación de estos.

Desde luego, la
idea de la propiedad intelectual es tan brillante como ingenua,
pero la ingenuidad de la psicología liberal es arma de
doble filo. El capitalista liberal sufre con diligencia sus
pasiones que le animan a encontrar, -mediante esa astucia propia
de su clase que con sincera admiración describía el
supuesto padre de todos los liberales – no sólo los
caminos para satisfacerlas, como ya he dicho, sino también
la forma de cristalizarlas legalmente de tal manera que le
garantice el apoyo coactivo de aquel Leviatán tan
denostado en la palabra salvífica y tan amado por el
corazón
práctico. Siempre articularán sus maniobras de tal
forma que les ampare la Ley. Su ideario desprecia al Estado,
pero, ¡cuan imprescindible les resulta su cotidiana
protección! De ahí que las exteriorizaciones de sus
ideales sean tantas veces contradictorias, pues existen como
justificación de algo que ellos mismos se avergüenzan
de reconocer ante el mundo. La conciencia nos
alcanza a todos pero a algunos, entrenados en ello, les sirve
sólo como norte para no aparecer ante la sociedad desnudos
de todo atributo humano. El interés particular acaba por
estrangular los valores
humanos de todos aquellos que sólo se mueven en esta
dirección, pero, ya muertos, los principios
permanecerán sobre los hombros de los capitalistas que
pavonearán sus galas en toda ceremonia pública como
amables señoras que lucen con orgullo pieles de
cadáveres de animales.
Después de todo, es difícil efectuar reproche
alguno a alguien que repite una y otra vez "yo cumplo con la
Ley", por más que sepamos que la incumple en todos los
principios que la animan.

Ya Aristóteles argumentaba en su
Política que existe una diferencia entre la
economía y la crematística. La primera nos habla de
las riqueza finitas y de su correcta administración para cubrir con ellas unas
necesidades finitas tanto que útiles; por el contrario, la
crematística trata del dinero como
bien infinito para cuya búsqueda no hay límite pues
"todo su afán se centra en al adquisición de
dinero por el
dinero"
. La utilidad de poseer dinero se limita a la
satisfacción de esta misma necesidad de posesión
sin límite, que no parece muy natural y es, desde luego,
ajena a la Economía, "pues como si el placer residiera
en la superabundancia",
continúa Aristóteles,
"persiguen la producción de una superabundancia
placentera. Aunque si no pueden procurársela por medio de
la crematística, lo intentan por cualquier otro medio,
valiéndose de cualquiera de sus facultades, sin reparos
naturales. (…) Algunos hacen de todas las artes medios de
hacer dinero, como si ése fuera su objetivo y fuera
necesario aprestarlo todo con esta afinidad".
La
satisfacción de esta necesidad "no está de
acuerdo con la naturaleza",
según el filósofo griego, "sino que es a
costa de otros".
Además, refiriéndose a las
actividades propias de esta crematística nos recuerda que
"hay un principio general: asegurarse, siempre que uno pueda,
el monopolio".
Y los simonitas, parece ya claro-
desean beneficiarse del monopolio del alma de los hombres
tejiendo su bandera con el hilo de la codicia.

La última
fuerza que nombraré, tras la necesidad de ampliar los
ámbitos de la libertad de poseer y de asegurarse
monopolios, será el ansia del capitalista, ya denunciada
por Marx, por reducir el peso relativo de la fuerza de trabajo
utilizada en el proceso productivo aproximando dicho peso
relativo lo más posible a cero. ¿Y por qué
razón busca el capitalista disminuir el valor relativo de
la fuerza de trabajo? No sólo para aumentar su beneficio
–cuestión evidente- sino además para
independizarse de la clase trabajadora: cuanto menos trabajo
necesite con menos obreros tendrá que rebajarse a tratar y
podrá expulsarlos de su mundo. Si alguno dejan entrar
será en calidad de sabio,
ungido por los atavíos de su nuevo estatus
desempeñará sumiso el nuevo rol de
curiosité que anime las reuniones dominicales
burguesas.

Concretando: el
simonismo es, a mi entender, una consecuencia no necesaria, pero
si probable del capitalismo, exactamente de la conciencia
burguesa. Debemos comprender el proceso dialéctico que se
produce entre la subestructura y la superestructura social:
aquella estructura de
producción (modo y relación) generó esta
conciencia materialista, y tal conciencia materialista
desarrolló una ideología justificatoria, la
ideología liberal.

Es la conciencia
típico-ideal de ese grupo social,
como unión abstracta de las fuerzas que expresan las
necesidades burguesas más profundas, la que genera, en mi
opinión, el nuevo modo de producción consistente en
la industria de las cuestiones inmateriales. Ya se
comienzan a fraguar las nuevas relaciones, y, como no
podía ser de otra forma, ya han sido inmediatamente
legitimadas por el liberalismo y respaldadas por el Estado
Liberal, que se comporta como órgano encargado de
materializar las expectativas burguesas, tanto capitalistas como
simonitas. No perdamos de vista que, siendo el nuevo modo de
producción una Ley, es el Estado quien sostiene, usando de
la amenaza y la coacción, ese nuevo modo de
producción. En el caso del simonismo la Ley no pretende
únicamente legitimar un modo de producción, sino
que constituye en un mismo momento modo de producción y
legitimación.
Si alguien guarda alguna
duda sobre la verdadera naturaleza del Estado Liberal, creo que
escuchando con atención el suave rumor que producen sus
engranajes al industrializar el conocimiento humano esas dudas se
disiparán.

Vistas estas
cuestiones dialécticas nos surge una pregunta:
¿generará el modo de producción simonita
impulsado por la conciencia burguesa hija del modo de
producción capitalista una nueva conciencia simonita? Se
dará cumplida respuesta en la medida de lo posible en un
próximo capítulo (De la institución a la
mentalidad
), si bien será necesario previamente
explicar algunas cuestiones.

Metafísica y propiedad
intelectual

"Que el lector
no se desanime si iniciamos el escrito diciendo que las ideas, en
sentido puro, no son apropiables y que tienen el privilegio de
vagar libres en el universo del
pensamiento"

M. A. Sol Muntañola,
Manual de
práctica jurídica para la protección de las
ideas

Ahora conocemos
alguna de las principales fuentes desde
dónde fluye la necesidad de imponer la propiedad
intelectual. Una vez aclarado este punto creo que es el momento
de analizar en profundidad tal institución. La
orientación de este capítulo es, por expresarlo de
alguna forma, metafísica, y para facilitar su
compresión conviene acercase a esta explicación
ligero de prejuicios e ideas preconstruidas, pues al tratarse de
una institución que se nos ha dado por incuestionable
desde la Ley, la aceptamos en muchos casos sin proponernos el
indagar previamente su naturaleza, aunque indignen la mayor parte
de sus manifestaciones positivas y aún más las
consecuencias que acarrea para nuestras vidas cotidianas.
Intentaremos contemplar las cosas como son de por sí.

Aclarado este
punto, conozcamos qué nos dicen que es la propiedad
intelectual. Afirma la Filosofía del Derecho: "es el
poder o conjunto de facultades que la Ley concede al autor de una
obra científica, artística o literaria, sobre la
misma. De forma que ésta queda sometida al
señorío directo y exclusivo de aquél, que
puede publicarla o no, modificarla, explotarla
económicamente, y, en general, disponer de la misma en
cualquier modo".
¿A que sujeto corresponde dicha
propiedad? Nos contesta la norma positiva: "La propiedad
intelectual de una obra literaria, artística o
científica corresponde al autor…"
¿Por
qué razón? "…por el sólo
hecho
de su
creación
.
¿Sobre qué objeto recae
la propiedad? Sobre la
obra.

Comencemos por
aclarar qué se entiende en este ensayo por propiedad
privada, definición que se construye secularmente sobre
objetos físicos. Según la RAE propiedad se define
como el "Derecho o facultad de poseer alguien algo y poder
disponer de ello dentro de los límites
legales."
En una segunda acepción nos dice la RAE que
la propiedad es la "Cosa que es objeto del dominio". Es
necesario efectuar alguna aclaración: Podemos traer a
colación infinitos ejemplos de personas que detentan de
facto
poder absoluto sobre muchas cosas y personas y no
decimos que el poderoso posea esas cosas y personas. Poseer algo
en un Estado de Derecho
equivale a la libertad legal de disponer de ese algo de acuerdo a
Derecho.

La relación
de poder no determina la propiedad, sino que el derecho determina
el poder como un debe ser; este debe ser es el
derecho de propiedad en sí, pues incluso teniendo el
derecho de disponer de una cosa a nuestro libre albedrío,
si las circunstancias nos impiden ponerlo en la práctica,
es decir, no disponemos de la tenencia, ese objeto sigue
siendo propiedad nuestra. Con todo, y aunque esta
situación paradójica siempre se considere un
accidente, tal accidente evidencia que la propiedad resulta de un
acuerdo entre las personas y no de ninguna ley esculpida sobre
las cosas del universo. (Como el lector puede apreciar,
diferencio los conceptos de propiedad y tenencia: la tenencia es
un hecho positivo, indiscutible, que hace referencia a la
capacidad inmediata de uso del objeto tenido, objeto que bien
puede no ser nuestro, por ejemplo un libro
prestado; por el contrario la propiedad es un hecho legal, una
convención; al fin, un derecho de acceso al uso del objeto
poseído aunque circunstancialmente no se tenga acceso al
mismo y esa circunstancia no cambie, por ejemplo: un objeto
robado que jamás es recuperado. Si bien lo circunstancial
no rompe la lógica
sobre la cual se construyen los derechos de propiedad,
sería absurdo construir una propiedad sobre un objeto cuya
misma naturaleza –no circunstancia- impida su tenencia, por
ejemplo: convenir que alguien es dueño de la nebulosa
NGC-3372. La propiedad legal, por consiguiente, se orienta a
asegurar -en la medida de lo posible- y a legitimar -en todo
caso- la ejecución de la tenencia).

En suma: el
derecho de propiedad es la libertad de hacer con un objeto
cuanto se nos antoje de acuerdo a una convención entre los
hombres. Además, adjetivar la propiedad como exclusiva
o privada
supone que ese derecho excluiría la
posibilidad de que ese mismo derecho lo detentase otro,
(exceptuando los casos de propiedad compartida que obviaremos en
este ensayo).

Como vemos, y a
pesar de que los derechos sobre propiedad se han construido
históricamente sobre posesiones materiales, desde las
definiciones que he aportado no encontramos ninguna diferencia
sustancial entre el enunciado de la nueva propiedad sobre lo
inmaterial y el que rige sobre lo material. Si es
fundamentalmente el mismo, siendo los objetos tan distintos, se
debe a que el objeto inmaterial ha sido reconstruido. Este
proceso de reconstrucción de la idea de lo inmaterial es
lo que denomino reificación del conocimiento y la
sustancia utilizada es de naturaleza sociometafórica. De
igual forma se produce la analogía entre la propiedad
sobre las cosas materiales y la propiedad sobre el
conocimiento.

Todos tenemos
conciencia de que el contenido de las instituciones humanas lo
constituyen relaciones, pautas y normas que evolucionan sobre
otras instituciones que son simbólicas, cuyo contenido son
definiciones de entidades y sus correspondientes significados
sociales. Se entrelazan ambos arquetipos de instituciones de tal
forma que en su conjunto se orientan a la satisfacción de
una necesidad social, son, por tanto, expresión de la
acción social de la mayoría, de una clase o de un
grupo de presión que se mueve en busca del interés
general, de intereses de clase o incluso particulares. Nos
centraremos ahora en el segundo tipo de instituciones, pero
conviene aquí efectuar una recapitulación para
reafirmarnos en lo dicho:

1ª.- Las
definiciones de entidades que conforman las instituciones
simbólicas no coinciden en muchas ocasiones con su
realidad objetiva. De alguna forma los objetos, una vez
socializados, aunque coincidan en recaer sobre la misma
entidad, no preservan los atributos naturales de esa entidad: son
reconstrucciones, y es aquí donde el análisis
sociometafórico toma importancia capital, ya que el
ingrediente utilizado para producir las nuevas definiciones
suelen ser metáforas que se levantan sobre elementos
reconocidos y preexistentes. (En este caso los elementos
reconocidos son propiedad y material y sus
relaciones reconocidas y acontecidas dentro de la propiedad
privada sobre lo material.
)

2ª.- Las
instituciones no adquieren normalmente su significado de un
acuerdo universal orientado a la satisfacción de una
necesidad del conjunto de las sociedad, sino sólo a una
parte de ella que intenta imponer al resto tal
significación en procura de legitimar su posición o
acceso a un recurso o riqueza específico que se ejecuta a
través de instituciones del primer tipo descritas: las
normativas.

La
reificación del conocimiento es imprescindible si
se desea dotar de cierta coherencia a la propiedad intelectual
como institución simbólica y así pueda
aportar apoyo suficiente a la institución normativa. En
este proceso se atribuye a lo inmaterial características
de lo material a través de analogías y
metáforas y se respetan aquellas características
objetivas de lo inmaterial que en nada perjudican o que
contribuyen a dar coherencia a toda la fachada. ¿Por
qué razón es imprescindible la coherencia en toda
institución que desee sobrevivir, y, antes que esto, con
qué debe serlo?

Toda
institución debe guardar coherencia con el resto de las
instituciones de la sociedad si desea florecer y perdurar. Si la
fricción, la incompatibilidad o la incongruencia con el
resto de las instituciones es superior a la fuerza misma de dicha
institución a la hora de generar bien y justicia para
el conjunto de esa sociedad, ésta desaparece o es
sustituida por otra institución que, cumpliendo los mismos
objetivos, no choque con el resto del edificio social. Dicho
esto, ¿cuáles son las propiedades del conocimiento
que se reconstruyen con la esperanza de aminorar la
fricción?

1º.- La
inmaterialidad del saber –según afirman- conlleva
indudablemente su definición como bien no excluyente; es
decir, que la utilización del conocimiento por una persona
no impide el uso de ese mismo saber por otra persona, incluso si
fuese concurrente en otro lugar y en el mismo momento.

2º.- Si se
trata de un bien no excluyente es debido a que, se encuentre
donde se encuentre -en la mente de un hombre o en la de todos, en
el disco duro de
un ordenado o en la tipografía de un texto sobre
papel-, se trata del mismo objeto: nunca de objetos iguales o
parecidos, sino el mismo objeto, como si fuera material, pero
otorgándole a esa materialidad la ubicuidad atribuida por
algunas religiones a
los dioses.

3º.-
Según los simonitas el objeto de la propiedad intelectual
no se consume con el uso gracias a su inmaterialidad. Esto
conlleva, en un nivel más cercano, como objeto de
intercambio en el mercado capitalista, la paradójica
situación de que cuando es consumido no se consume. O
dicho de otra forma: que cuando se vende como si de un objeto
material se tratara no se pierde la posesión.

Ahora bien,
¿por qué razón tal reconstrucción del
concepto de
conocimiento otorga una supuesta coherencia a la
institución de la propiedad intelectual?

1º.- Para que
el conocimiento pueda ser poseído hay que decir de
él que es ubicuo, que siempre es el mismo, pues si fueran
entidades distintas sería imposible plantear la propiedad
de todas esas entidades, aun en el caso de una supuesta
coincidencia completa. Dando por cierto de que hablamos de un
objeto único, se encuentre donde se encuentre, salvamos
toda posible contradicción al respecto.

2º.- Ahora ya
tenemos un objeto único reconocible; si existe objeto
(aquí la sustitución ya se ha producido y a estas
instancias el objeto inmaterial es "como si fuera" material. La
metáfora se hace latente, difícil de reconocer,
pero continúa ejerciendo todo su poder de
manipulación sobre nosotros.) puede construirse una
propiedad sobre él, pero recordemos que el interés
perseguido por esta institución no es la de otorgar en
sí propiedades, pues estas pueden ser universales y por
tanto no objeto del mercado. ¿Acaso se puede comerciar con
lo que es propiedad de todos? El propósito es que tales
propiedades sean comercializables y sirvan como mercancía
en la lucha por magnificar la libertad individual
burguesa.

Para que algo se
pueda vender en el mercado este algo debe ser propiedad
exclusiva
del vendedor. Para dar este paso se desvincula la
tenencia de la posesión: Si el saber es ubicuo se
dirá que la tenencia no importa, como si tal cosa fuera
circunstancial y no atributo natural del objeto pretendidamente
poseído. Aquí se iguala de nuevo la propiedad
inmaterial con la material. Si son iguales, ¿por
qué razón no va a ser lo inmaterial objeto de
propiedad exclusiva? "La apropiación del contenido al
autor de un trabajo es tan lícita como la de cualquier
otro producto, sea físico o puramente ideal," –
nos
dice Soriano García en un alegre argumento circular-.
Sólo falta un paso para justificar que el producto
es de uno y no de otros. Para esto se recurre habitualmente a los
argumentos naturalista y utilitarista que se resumen en aquel
lacónico "por el sólo hecho de su
creación"
.

3º.- Pero,
cuidado, todavía falta algo para que el objeto se pueda
comprar y vender, pues para que exista comercio también es
imprescindible que el intercambio sea posible. ¿Por
qué? Porque la venta es en
sí un intercambio de propiedades exclusivas. Ahora bien,
es obvio que cuando se produce un intercambio de propiedades
físicas lo que pertenecía a uno pasa a ser ahora de
otro y viceversa. Esto no ocurre, sin embargo, con los bienes
inmateriales. La propiedad tangible al transferirse se
pierde, pero la propiedad intangible produciéndose
supuestamente la transferencia no se pierde. ¿Cómo
es esto posible? Según los simonitas esto es posible
gracias a la infungibilidad del conocimiento, que, como se ha
dicho, permite que sea consumido en el mercado sin que se consuma
la propiedad. Parece evidente, pues, que se produce un
intercambio de bienes por más que el simonita nada
pierda…

El proceso de
reificación del conocimiento ha cristalizado con lo mejor
de cada naturaleza y así la propiedad intelectual como
institución simbólica cumple, en apariencia, los
criterios mínimos de coherencia para apuntalar la
institución normativa como si fuera –he aquí
el juego metafórico- un derecho de propiedad sobre objetos
físicos.

Como vemos, estos
supuestos ontológicos nunca son explicitados, pero sobre
ellos se pretende sostener la institución
situándose el debate en lugares que no los alcancen. Las
metáforas construidas sobre aquellos elementos conocidos y
preexistentes se encargan de sostener el frente de batalla bien
lejos, pero tal designio se alcanza sólo en apariencia, en
la superficie, pues surgen, como sostengo, disonancias entre la
naturaleza del objeto poseído y la idea de propiedad y se
producen continuas fricciones en la intrincada relación
que toda institución mantiene con el resto del entramado
institucional. La incoherencia que subyace en la propiedad
intelectual es tan fuerte que se traduce en violencia y en el
asalto de otras instituciones, seculares incluso, que ven
peligrar su subsistencia ante la fuerza inédita que se le
otorga a la primera incluso desde la coacción estatal.
Yéndonos a la primera cuestión, ¿realmente
el conocimiento reificado difiere de su realidad natural? Desde
luego que sí, y veremos ahora en que me baso para sostener
tal afirmación. ¿Es cierto que la inmaterialidad
hace del conocimiento un bien ubicuo?

Para contestar a
esta pregunta es necesario comprender previamente qué es
el conocimiento y su relación con el ser humano como
sujeto consciente.

1º.- Conocer
es "averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales
la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas."
La
δέα
es el "primero y más
obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple
conocimiento de algo."
El homo sapiens no es
simplemente la suma de la biomasa de los individuos, sino
también la de todo lo que ellos piensan que no es
meramente físico o que trasciende a lo físico;
así pues, tratándose de elementales cargas
eléctricas que evolucionan en nuestras neuronas, su
entidad es de naturaleza distinta a su misma manifestación
física y
ambas constituyen en sí categorías del ser
diferentes.

Si eliminamos de
esta clasificación taxonómica la primera premisa,
lo espiritual o intelectual, nos encontraremos de igual forma
dentro del género
homo, pero, desde luego, no de la especie sapiens.
En realidad y como es evidente, no trataremos de nada, al menos
nosotros. Los monos sabios comienzan y terminan en el punto en
que comienza y termina su saber, su conciencia, pero de la misma
forma que el ser humano no es tal si carece de todo conocimiento,
el conocimiento nada es sino en la conciencia de un hombre: la
substantĭa del espíritu del hombre es
conocimiento. Uno no es sin el otro.

2º.- Por
tanto, el ámbito del conocimiento es el espíritu
humano, fuera de él no existe.

3º.- Es una
evidencia que los conocimientos los puede obtener cualquiera en
la medida de sus capacidades y de su voluntad. Esta
acción, el aprender, es incluso involuntaria: el hombre no
puede evitar el aprender cuanto escucha, ve o siente la
naturaleza o escucha ve o siente la explicación que de esa
naturaleza efectúan otros hombres.

4º.- Una vez
obtenidos los conocimientos es evidente que los modificaremos,
perfeccionaremos, nos apoyaremos en ellos para desarrollar otros
conocimientos, los engarzaremos a otros conocimientos que ya
poseemos, haremos, en fin, con ellos todo cuanto queramos en el
único ámbito al cual pertenecen que es, como digo,
nuestro espíritu o intelecto. La memoria, la
inteligencia,
la imaginación, la intuición, nos ayudan en ese
obrar de nuestro espíritu que es el pensar. Tal discurrir
espiritual tampoco es posible evitarlo, ni tan siquiera por el
mismo individuo: el discurrir de nuestra mente es muchas veces
inevitable.

Si admitimos que
cada cual debe construir con su entendimiento su propio
conocimiento de las cosas, entonces el conocimiento es la menos
ubicua de todas las entidades. De tal principio nace la
mayéutica socrática: nuestro maestro nos
puede facilitar el proceso de tomar conciencia de algo,
jamás puede construir en nosotros esa
conciencia.

Nadie puede usar
los conocimientos de otro; ni siquiera el más sabio de
entre todos los seres humanos puede construir conciencia alguna
en la mente de otra persona, ni transmigrar conocimiento alguno;
tan sólo puede facilitar con su saber hacer el
proceso de comprensión mediante expresiones materiales del
mismo: explicaciones orales, escritas, objetos materiales
concretos, señas o signos, etc.
El éxito de este proceso dependerá mucho más
de las capacidades y de la voluntad del que aprende que de las
habilidades del que enseña como bien comprende cualquier
profesor o
estudiante.

Ya sabemos que el
conocimiento es un bien no ubicuo, cada uno tiene el suyo y
sólo él puede usarlo en su conciencia, único
lugar donde existe. Si no es ubicuo, si cada ser humano construye
el suyo, parece evidente que su naturaleza es excluyente. Pero
aquí se hace necesaria una aclaración: asegurar tal
cosa niega la posibilidad de que el ser humano pueda compartir
sus ideas.

Desde luego que no
puede compartir sus ideas en el mismo sentido que si se
tratará de objetos materiales, -debemos hacernos cargo de
que las entidades propias del mundo de la conciencia no presentan
los mismos atributos que los físicos-, debemos desechar la
metáfora que nos proponen. ¿Qué es,
entonces, la
comunicación y que sentido tiene para el hombre? A
través de la comunicación el ser humano es capaz de
facilitar a otros seres humanos la generación de la
conciencia: comunicar no es transferir la conciencia de las cosas
sino, más bien, coadyuvar a que se tome una
conciencia de una cosa determinada.

El saber no viaja
de un lugar a otro, tampoco se transfiere de la mente de una
persona a la de otra. Si esto fuera posible, habida cuenta de la
naturaleza del conocimiento, nos enfrentaríamos a la
transmigración del alma, o al menos de una parte de ella,
pero, a decir verdad, la metenpsícosis tiene pocas trazas
de ser verosímil. El trabajo que realizan, por ejemplo,
los ensayistas, no es otro que el de facilitar la labor de
aprendizaje y
constituye, por lo tanto, una facility del
apprehendĕre. Si fuera conocimiento lo que contiene
un libro o un cd, entonces el saber sería material, pero
todos sabemos que no lo es o, al menos, debemos no olvidar tal
realidad. Vive en nosotros y sólo en nosotros. Lo que
conseguimos materializar es un grupo de signos que no son nada en
sí, si no para un entendimiento.

Para que estos
signos adquieran algún sentido, para que se produzcan a
sí mismos en esa naturaleza que trasciende a lo material,
deben ser asumidos e interpretados por otro ser humano y cada uno
lo interpretará a su manera. Prueba de ello es que
la lectura de
un mismo párrafo
sugiere ideas diferentes a distintas personas, por más que
supuestamente sea estricto y alta la acutancia del grupo de
signos que hayamos dispuesto. Como todos sabemos, el sentido del
mensaje depende en gran medida del receptor.

El código
nunca alcanzará la amplitud de las ideas que son capaces
de reproducirse en la mente del hombre, y no por una ineficacia
descriptiva de la herramienta, sino porque los interlocutores no
asumen el mensaje como puede asumir un sistema informático
una cadena binaria, sino que siempre se interpreta y la
interpretación es la suma de lo que el mensaje nos dice y
todo lo anterior que conocemos mezclado en una mente dotada de
personalidad
propia: es una reconstrucción ya que el hombre dota de
significado toda entidad. "La esencia del signo" nos recuerda
Pierre Levy, "es la de llevar sentido, es decir, de suscitar
interpretación, de relanzar la semiosis. Pero bien
entendido, el signo no es tal, sino en -o para- un
espíritu o una inteligencia."
El milagro de la
comunicación es que une las conciencias de los hombres:
sin ella permanecerían aisladas eternamente en el
solipsismo.

Incluso en el caso
de que aceptemos que los conocimientos desarrollados por cada
cual con ayuda de otros sean exactamente iguales persisten como
entidades distintas, pues antes que iguales son dos conciencias
diferenciadas que han debido ser construidas con anterioridad a
la comprobación de su similitud. La conciencia siempre es
conciencia de algo, pero también es conciencia de alguien:
no se puede negar que son entidades distintas.

Por consiguiente,
queda claro que la propiedad intelectual no se refiere a
ningún objeto; y si lo tiene, ¿cuál es?
¿Podríamos aceptar que la propiedad intelectual
fuera la propiedad privada sobre todas las conciencias de algo de
todos los individuos? No parece muy razonable y expondré
dos razones llegado el momento, pero no tengamos prisa,
terminemos antes de descifrar la verdadera naturaleza de la
propiedad intelectual.

Como digo, puede
que la propiedad intelectual no tenga un objeto natural al que
referirse y por tanto no pueda instituirse usando
metafóricamente el modelo de la propiedad privada sobre la
substancia física, pero desde luego, la designemos como la
designemos, como institución, algo es. Su existencia es
innegable por más que la estructura metafórica que
la sustenta sea bien distinta del objeto natural. Y aquí
es necesario traer a colación el Teorema de Thomas,
enunciado sociológico que afirma que si la gente define
como real un hecho, serán reales las consecuencias del
mismo. A los simonitas no les importa que la propiedad
intelectual no sea una propiedad si las consecuencias finales son
las buscadas. Si consiguen que la gente de por válidas las
regalías monopolísticas que se desean abrogar
sólo les resta recoger la cosecha. ¿A quién
le importa la metafísica si metáforas y
analogías latentes ocultan las realidades primeras
dificultando toda ilación racional?

Aclarado este
punto crucial y conocida la sustancia del conocimiento, sabiendo
que la propiedad intelectual es cualquier cosa menos una
propiedad, ¿cuál es su contenido objetivo? Los
mismos simonitas nos ayudarán. Mucho antes que nosotros,
ellos conocen la verdad de lo que digo, pero empeñados en
constituir la propiedad sobre el saber al precio que
sea, reconocen, como yo, que tal institución sería
imposible de llevar a la práctica y nos dicen que "los
derechos de autor no protegen una idea: esos derechos protegen
solamente las expresiones específicas de la
idea."
Nos asalta
inmediatamente la duda: si la propiedad legal sobre los objetos
físicos necesita de un corpus mecanicum sobre el
cual recaer, ¿acaso la propiedad sobre los bienes
inmateriales no necesita recaer, por fuerza, sobre el corpus
misticum
, es decir, sobre la idea?

La verdad es que
tal falta de coherencia que se esconde tras el proceso
metafórico les importa bien poco y el obrar de nuestro espíritu con los
conocimientos les resulta indiferente siempre que no afecte a su
mercado ni a sus intereses materiales. Prohíben que
expresemos nuestros pensamientos y a ese derecho de impedir que
nos expresemos le llaman propiedad intelectual, ya que consideran
que tal expresión constituye el "uso" de las
ideas.

Es curioso, los
simonitas no se resignan a ser simonitas, pero una y otra vez
caen en su propia trampa, pues necesitan hablar de propiedad
sobre lo inmaterial: no les queda más remedio, sino,
¿cómo podrían intentar amparar tal derecho
de monopolio sobre las expresiones específicas de la
idea?
¿Qué alternativa les queda para construir la
metáfora entre la propiedad de lo material y de lo
inmaterial?
Todo el
esfuerzo de reificación arranca en este punto: debemos
comprender que tal esfuerzo se induce desde este deseo de
justificación, nunca es consecuencia de la
reificación. El concepto reificado es el poso que nos
queda entre las manos tras la imposición de ese deseo, con
todas sus contradicciones implícitas.

Y antes de
continuar vamos a realizarnos otra pregunta: ¿Dónde
nacen esas expresiones específicas de la idea?
¿Cuál es su naturaleza? Roger Bacon afirmaba que el
saber es poder, pero en esto no era del todo preciso: el poder no
reside en el saber, sino en el saber hacer.
¿A que denomino saber hacer? A la capacidad que
cada persona posee para obrar de acuerdo con un saber. El
saber hacer es el conjunto de las habilidades innatas y
desarrolladas por una persona y se encuentran asociadas, tal y
como afirmaba Marx, a su persona intelectual y
físicamente. Este saber hacer tiene dos
ámbitos distintos de actuación que son a su vez
complementarios y mutuamente dependientes de modo que no existe,
para el ser humano, uno sin el otro: el mundo abstracto y el
mundo físico. El primer saber hacer -la memoria, la
inteligencia, la imaginación, la intuición;
habilidades y virtudes que también podemos potenciar y
desarrollar con el mero ejercicio- da como fruto el pensar y la
conciencia de las cosas. El segundo obrar, el físico, se
experimenta en el mundo, es el obrar con las cosas a
través de nuestro cuerpo para lo que nos ayudan virtudes
tan diversas tales como la facultad de situarnos espacial y
temporalmente, las habilidades de coordinación manuales y, en general, todas
las capacidades para traducir exactamente nuestros pensamientos
en intervenciones sobre el mundo físico de acuerdo a
nuestro deseos, sin olvidar aquellas facultades que pertenecen a
nuestro cuerpo, como la fuerza física, la calidad de
nuestra voz, la exactitud de nuestro pulso o cualquier otra
virtud psicomotriz. Del primer obrar, como digo, nada nos pueden
imponer, pues es imposible que nos prohíban pensar y hacer
uso de los conocimientos de acuerdo a nuestro saber hacer
abstracto
, pero sí pueden impedir que los hombres
intervengan en el mundo físico prohibiendo que se expresen
con libertad.

Algunos casos
permiten ilustrar esta propuesta: no es legal fabricar con
nuestras manos una herramienta igual a aquella que compramos en
la ferretería, aunque seamos capaces de recrearla en
nuestra mente e incluso de perfeccionar su expresión
material,
pues adquiriendo el mismo o similar conocimiento
sobre el objeto, nuestro saber hacer físico es
superior al del fabricante. De igual forma debemos abstenernos de
realizar una fotografía
de tal o cual personaje si es parecida a otra que ya se encuentra
publicada. Nos dejarán pensarla, pero no plasmarla en un
papel: la idea de esa fotografía que usted piensa -nos
dicen- es tenida por usted, dado que usted piensa tal idea, pero
aun sin tener poder para impedirnos el uso del conocimiento,
sí lo detentan para impedirnos realizar esas
expresiones específicas de la idea por más
que la especifidad no dependa directamente del saber sino
del saber hacer.

Y ahora podemos
continuar: como digo, el simonismo necesita hablar de propiedad
-sea o no considerada propiedad especial- para justificar el
monopolio sobre la expresión material e intenta construir
esa propiedad sin que recaiga sobre la idea sino sobre su
expresión material, la cual nos refiere indefectiblemente
a lo expresado. ¿Qué es lo expresado? No puede ser
otra cosa que la idea. Por tanto, como digo, se enfrenta a una
gran contradicción: la articulación lógica
de la legalidad
impide esconder su intención última que es
apropiarse en exclusiva de la idea, es decir, detentar poder y
control absoluto, lo cual no puede conseguir, pero, en la
práctica, se conforma limitando su expresión
material por más que todos tengamos, poseamos y usemos esa
idea. La cuestión es tanto circular como
paradójica: 1º se desea fundamentar legalmente un
monopolio como derecho de expresión, 2º para
legitimar tal derecho de expresión se define como una
propiedad privada, 3º la expresión, luego la
propiedad legal siempre recae sobre la idea, 4º la propiedad
natural sobre la idea es imposible, 5º la legalidad no puede
negar la naturaleza de las cosas…

…así
pues, ¿es posible la propiedad intelectual? No en la
naturaleza. No en la realidad, pero sus consecuencias en el
mercado capitalista son idénticas a las que
provocaría el imposible de trasladar el modelo de la
propiedad privada que rige lo material a lo inmaterial. Ensayemos
ahora su definición fenomenológica:
¿Cómo la experimentamos cotidianamente?
¿Cómo se manifiesta el fenómeno en
sí? (Aunque sepamos por Thomas que es la consecuencia real
de un derecho imposible, damos por real tales consecuencias y
afirmamos que tales consecuencias son las que constituyen el
fenómeno en sí.)

 

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